Una Voz que Rompe el Silencio

En este espacio, exploraremos la inspiradora historia de Claudia Montes, una joven hondureña que ha convertido su dolor en un poderoso movimiento por la justicia y la dignidad de las víctimas de violencia sexual infantil. Desde su propia experiencia de abuso, Claudia ha desarrollado una voz única en un país donde la impunidad y el abandono estatal son la norma.

EL ACTIVISMO EN HONDURAS

11/18/20249 min read

En Honduras, un país marcado por la impunidad y el abandono estatal, Claudia Montes decidió transformar el dolor de su historia personal en un movimiento que lucha por la justicia y la dignidad de las víctimas de violencia sexual infantil. Su historia es un testimonio de resiliencia, esperanza y la capacidad humana para convertir el trauma en una fuerza de cambio.

Desde muy joven, Claudia fue víctima de violencia sexual, perpetrada por su propio progenitor en lo que debería haber sido un refugio seguro: su hogar. A lo largo de su difícil camino, enfrentó la revictimización y la falta de apoyo del sistema judicial. Sin embargo, el peso de la impunidad no la quebró; en cambio, la motivó a alzar la voz y luchar por la justicia.

El Nacimiento de una Activista

A los 14 años, Claudia tomó la decisión que definiría su vida: dedicarla al activismo por los derechos de la niñez y la adolescencia. En su camino, fundó un movimiento latinoamericano de sobrevivientes, llevando la realidad de Honduras a foros internacionales como la Conferencia Ministerial Mundial contra la Violencia Infantil. Allí, expuso no solo las cifras, sino las vidas detrás de ellas. En un acto profundamente personal y simbólico, presentó la réplica de su habitación, un espacio que contenía tanto su dolor como su determinación de generar impacto.

Más que Estadísticas

Para Claudia, las estadísticas de violencia sexual no son solo números; representan vidas que han sido alteradas irreparablemente. Con valentía, ha buscado mostrar que, aunque la violencia puede marcar el inicio de una historia, no tiene por qué definir su final. Este mensaje ha resonado profundamente, inspirando a otros sobrevivientes a romper el silencio y encontrar caminos hacia la sanación.

Los Retos del Activismo

El activismo en Honduras no es fácil. Claudia ha enfrentado intentos de asesinato y una cultura que a menudo culpa a las víctimas en lugar de apoyar su recuperación. A pesar de ello, encuentra gratificación en acompañar a otras víctimas, ofreciéndoles apoyo psicosocial para que no enfrenten su proceso en soledad, como le ocurrió a ella.

Romper el Ciclo

Inspirada por la experiencia de su madre, también sobreviviente de violencia sexual, Claudia se comprometió a romper el ciclo de silencio y abuso que marcó su niñez. Su meta a largo plazo es consolidar un movimiento de sobrevivientes en Honduras que no solo acompañe casos, sino que también incida en mejoras al sistema judicial y social.

Un Legado de Justicia y Esperanza

Claudia quiere ser recordada como una mujer que no se calló ante la injusticia. Su mensaje para quienes han vivido experiencias similares es claro: "No están solos. Existen caminos fuera de la violencia. Podemos seguir viviendo". Y para la sociedad en general, enfatiza la importancia de la empatía, la educación sexual integral y la creación de redes de apoyo comunitarias.

El trabajo de Claudia Montes nos recuerda que incluso en los contextos más difíciles, una voz puede convertirse en el catalizador de un cambio profundo. Su historia es un llamado a la acción, a la solidaridad y, sobre todo, a no rendirse nunca ante la adversidad.

Escucha el mensaje de Claudia

Mi nombre es Claudia. La violencia ya había aparecido en mi vida antes de que yo naciera, pues mi padre había sacado de su casa a una joven 40 años menor que él para que fuera su nueva pareja. Los recuerdos de mis primeros años de vida son borrosos; lo que más resuena en mi cabeza son los gritos mezclados con el llanto de mi madre, mi hermana y el mío, ante los golpes, insultos y amenazas. Mi pesadilla comenzó cuando tenía seis años. Un día, al regresar del jardín de niños, mi padre puso una silla frente a una de las camas de la habitación, me hizo sentarme y ver cómo violaba a mi hermana mayor. Lo que más recuerdo de ese día es cuando me dijo: “para que aprendas qué hacer cuando te toque”. No entendí lo que estaba pasando hasta unos meses después.
Después de lo que pasó ese día, él me tocaba, me obligaba a bañarme con él y me hacía sentar en su cara con las piernas abiertas. Yo tenía miedo, pero a través de años de golpes y dominio, él nos había educado para escucharlo sin protestar ni cuestionarlo. No me atreví a decirle a mi madre. Vivíamos frente a una jefatura de policía; ni siquiera ellos me ayudaron a pesar de vernos salir de la casa con moretones y escuchar gritos. ¿Qué podía hacer mi madre? Un par de meses después ocurrió la primera violación, sin piedad, contra una niña de seis años que solo pedía que parara. Ella no paraba de llorar y se aferraba a su vida a un único dálmata de peluche que tenía. Ese peluche era mi único alivio y refugio; desde entonces no podía dormir si no lo tenía en mis brazos.
Las violaciones ocurrían varias veces por semana mientras mi madre trabajaba. Él era un profesor jubilado de edad avanzada, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo en casa o en un comedor. Nos golpeaba o nos violaba, todo ello delante de una comisaría. Los siete años vinieron con nuevos atacantes: sus amigos profesores que llegaban a casa a beber alcohol y dar entrevistas a medios locales sobre la situación educativa. Ellos me llevaron en brazos cuando era bebé y asistieron a algunos de mis cumpleaños; se convirtieron en verdugos, tomando parte en las violaciones a cambio de dinero y cajas de cerveza.
Me obligaron a beber cerveza para que no protestara ni llorara tanto. Así fue mi vida durante los siguientes tres años: escuela, violencia, alcohol y violaciones por la tarde. Dormía aferrada a mi dálmata de peluche cerca de mi madre, deseando que no amaneciera para repetirse. La crueldad de mi padre no solo se quedó dentro de las paredes de la casa; las traspasó. A él lo acusaron de violar a niñas en situación de extrema pobreza que vivían a orillas de un río cerca de su casa. Llamaron a la policía y ahí se dieron cuenta de las niñas que tenía en casa; aunque nos llamaron a declarar, él era una persona mayor y le dieron “cárcel domiciliaria” preventiva.
A pesar de eso, nos mandaron a casa con él, así que la violencia no cesó. Como era influyente, consiguió permiso para mudarnos unas cuadras fuera de la vista de la policía, donde todo continuó con la asquerosa normalidad que envolvía mi vida. Nos mudamos nuevamente unas cuadras más donde él siguió hasta su muerte violenta. Nunca supimos si se había suicidado por la proximidad de un juicio o si un padre se tomó la justicia que nunca llegó a sus manos.
Cuando él murió, no sé cómo describirlo; fue un tornado de emociones: dolor y alivio a la vez. Tenía ganas de contarle a mi madre todo lo vivido, pero también miedo de que no me creyera. Además, los demás seguían ahí, así que decidí guardar silencio. Lo que más recuerdo del velorio y funeral es ver a mis otros violadores ofrecer nuestras condolencias y dar un discurso en la misa funeral diciendo qué buen padre, hombre y ser humano era.
Después de su muerte, como él era nuestra principal fuente de ingresos, pasamos momentos difíciles; estábamos casi sin hogar si no fuera por un familiar materno que nos dio una habitación para vivir los tres. Recuerdo que a veces tenía que buscar ropa en la basura. Tuve intentos recurrentes de suicidio; me golpeaba, me lastimaba, dejé de comer y trataba de quitarme la vida a la mínima oportunidad.
Hasta que pasó algo importante en mi vida a los 14 años: decidí que quería ayudar, así que comencé a hacer voluntariado y organizarme; ahí logré sentir que el dolor disminuía. Aunque no me atrevía a expresarlo, la depresión y la ansiedad pasaron a formar parte de mi vida, pero no tan solitaria como antes.
Durante muchos años me resistí a ir a dejar flores en la tumba, obligada por mi madre, quien siguió sin saber ni entender nada hasta muchos años después. Tenía 17 años cuando, en un ataque de ira porque ella me regañaba por no querer ir a misas en su memoria, le conté lo que me hizo de niña. Me hubiera gustado pensarlo mejor y decirlo con más calma porque esa noche ella intentó suicidarse; se sintió culpable y dijo que era su responsabilidad habernos cuidado y que nos falló.
Afortunadamente no llegó a morir. Mi padre lo hizo inicialmente; me hizo masturbarlo, le hizo sexo oral, me penetró con sus dedos y su pene; me hizo beber alcohol para que no me resistiera; me golpeó e incluso me ató las manos varias veces. Luego se sumaron siete de sus compañeros y amigos a cambio de dinero y alcohol; cuyos rostros aún están grabados en mi memoria.
Me hicieron desnudarme y tocarme frente a ellos; uno me golpeó con una escoba e incluso algunos llegaron a ahorcarme mientras me violaban. La mayoría de las veces sucedía en casa entre la escuela y la llegada de mi madre o en la casa de uno de sus amigos al "visitar". No me amaba; rara vez me bañaba porque me daba asco tocarme; siempre miraba hacia la calle sintiendo que las demás personas podían ver lo que me habían hecho.
Hablaba muy poco e intenté suicidarme varias veces. Verme en un espejo era todo un reto; solo lo hacía cuando era necesario; evitaba ser el centro de atención para evitar las miradas ajenas. La proximidad masculina me repugnaba más del modo necesario; sin embargo, inconscientemente la atención masculina llenaba una especie de vacío.
En esta etapa nunca tuve atención psicológica ni médica; sobreviví con lo poco que pude y según creí. No fue hasta los 17 años que empecé a trabajar durante las vacaciones navideñas para poder ahorrar para recibir atención médica privada. Fue ahí donde supe que tenía lesiones vaginales internas y que sería difícil ser madre biológica.
A los 21 años logré acudir con un psicólogo donde el estrés postraumático vino acompañado con ansiedad generalizada; esto explicaba mi constante autoexigencia, apego por los peluches y el miedo hacia lugares oscuros o desconocidos.
A medida que fui creciendo entre escuela y voluntariado fui creando una Claudia con conciencia social; quería justicia no solo para mí misma sino también para otros. La juventud ha sido una montaña rusa: hay días en los cuales siento fuerza pero también semanas donde ya no deseo seguir adelante.
Intenté suicidarme nuevamente hace unos años; es un pensamiento persistente al cual aún le temo al igual que lograr una relación sana con mi cuerpo o sexualidad sigue siendo un reto constante.
La relación con mi madre nunca llegó al vínculo maternal deseado aunque ella ha hecho buenos intentos; yo aún tengo dependencia emocional hacia los peluches para mantenerme tranquila al dormir en lugares desconocidos.
Sin embargo eso no ha sido lo único sino también la lucha social por justicia ha sido parte fundamental en este proceso. Ser parte activa en diversas organizaciones ha permitido cuidar niños pasando por situaciones similares pero también he visto las fallas del sistema ante víctimas sobrevivientes.
Los procesos estatales están llenos frialdad e insensibilidad; enfrentarlos desde el principio fue un reto ya que el Estado nunca se hizo cargo del seguimiento médico o psicológico necesario para sanar tras tantos abusos sufridos.
Mi sanación dependió del activismo social organizado donde sentí apoyo ayudando así otros niños como yo… Sin embargo eso ha traído peligros: hace dos años tuve un intento asesinato por defender una niña violada por un militar pero eso no ha detenido mis esfuerzos sociales.
La sanación continúa siendo un proceso lleno altibajos pero lo importante es seguir adelante.

- Claudia Montes. (2024). Habitaciones que no callan.